«Azathoth» por H. P. Lovecraft

Cuando la edad cayó sobre el mundo, y el asombro desapareció de las mentes de los hombres; cuando las ciudades grises levantaron en los cielos humeantes altas torres lúgubres y feas, a cuya sombra nadie podía soñar con el sol o con los prados florecidos de la primavera; cuando el conocimiento despojó a la tierra de su manto de belleza, y los poetas ya no cantaban más que fantasmas retorcidos vistos con ojos oscuros e introvertidos; cuando las cosas habían pasado, y las esperanzas infantiles se habían ido para siempre, hubo un hombre que viajó fuera de la vida en una búsqueda hacia los espacios donde los sueños del mundo habían huido.
 Del nombre y la morada de este hombre se ha escrito muy poco, ya que sólo eran del mundo de la vigilia; sin embargo, se dice que ambos eran oscuros. Basta saber que vivía en una ciudad de altas murallas donde reinaba un crepúsculo estéril, y que trabajaba todo el día entre sombras y confusión, volviendo a casa al anochecer a una habitación cuya única ventana no se abría a los campos y a los bosques, sino a un tenue patio donde otras ventanas miraban con aburrida desesperación. Desde esa ventana sólo se veían paredes y ventanas, excepto a veces, cuando uno se asomaba y miraba las pequeñas estrellas que pasaban. Y como las meras paredes y ventanas pronto volverían loco a un hombre que sueña y lee mucho, el habitante de aquella habitación solía, noche tras noche, asomarse y mirar hacia arriba para vislumbrar algún fragmento de las cosas más allá del mundo de la vigilia y de la grisura de todas las ciudades. Con el paso de los años, empezó a llamar a las estrellas de navegación lenta por su nombre, y a seguirlas en su imaginación cuando se deslizaban lamentablemente fuera de su vista; hasta que finalmente su visión se abrió a muchas vistas secretas cuya existencia ningún ojo común sospecha. Y una noche se cerró un poderoso abismo, y los cielos de ensueño bajaron hasta la ventana del solitario observador para fundirse con el aire cercano de su habitación y hacerle partícipe de su fabulosa maravilla.
 Llegaron a esa habitación corrientes salvajes de medianoche violeta que brillaban con polvo de oro; vórtices de polvo y fuego, que se arremolinaban en los espacios últimos y estaban cargados de perfumes de más allá de los mundos. Océanos opiáceos vertidos allí, encendidos por soles que el ojo nunca podrá contemplar, y teniendo en sus remolinos extraños delfines y ninfas marinas de profundidades imposibles de recordar. El infinito silencioso rodeaba al soñador y lo alejaba sin siquiera tocar el cuerpo que se inclinaba rígidamente desde la ventana solitaria; y durante días no contados en los calendarios de los hombres, las mareas de las esferas lejanas lo llevaban suavemente a unirse a los sueños que anhelaba; los sueños que los hombres han perdido. Y en el curso de muchos ciclos lo dejaron tiernamente durmiendo en una orilla verde del amanecer; una orilla verde perfumada con flores de loto y protagonizada por camalotes rojos.