La sangrienta historia de Bonnie and Clyde, los amantes que robaron bancos chicos y asesinaron a lo grande
Ustedes leyeron la historia de Jesse James
De cómo vivió y de cómo murió
Si aún les quedan ganas
De leer algo a estas horas
Escuchen la historia de Bonnie y Clyde…
(De «La historia de Bonnie and Clyde», poema de Bonnie Parker)
Hace 50 años se estrenaba en EE.UU. Bonnie and Clyde. En un principio no fue un ni un éxito de la crítica ni de la taquilla. Pero como ciertas artefactos populares que sólo se legitiman en el ticket de ida y vuelta a Europa (el tango y la novela noir en París, el blues de preguerra y Hendrix en Londres) su monumental éxito en Inglaterra provocó que se relanzara en su país de origen. Al final de ese verano del amor de 1967, el film había recaudado cinco veces más que en el estreno original. Y el mundo glorificaba y discutía uno de los films más violentos de la historia de cine, basado –libremente– en la historia de una pareja de ladrones que asaltó bancos chicos y asesinó a lo grande.
El itinerario sangriento de Bonnie Elizabeth Parker y Clyde Chestnut Barrow duró desde principios de 1932 hasta mayo de 1934, cuando murieron acribillados por seis policías durante una emboscada. Fue el fin de la pandilla que se había cobrado la vida de 18 personas entre civiles y policías. Bonnie y Clyde fueron hijos del gigantesco estado de Texas y de la Gran Depresión que había dejado el crack de Wall Street. Encarnaron un romanticismo de bandoleros del siglo XIX trasladado a principios del siglo 20. Tiempos duros en los que se inmortalizaba al bandido heroico y rural, opuesto al urbano. Un héroe fuera de la ley, que para el historiador inglés Eric Hobsbawm proviene de aquellas sociedades que «produjeron riqueza y pobreza, sujetos que imponen reglas y sujetos que las cumplen» como asevera en su libro Rebeldes primitivos. En otras palabras, sociedades de un pujante capitalismo cuyos progresos y consecuencias quedan distribuidos en un rompecabezas de tantas formas como regiones tiene EE.UU.
Sin embargo los dos no sólo encarnaron esas «viñas de ira» de una época de ley y de tierra secas, de las «Dust Bowl», esas inclementes tormentas de arena y sequías, que hacían que la casa de Dorothy en El mago de Oz volara por los aires y que gran parte de la población estadounidense migrara internamente. Bonnie y Clyde fueron, además, la primera generación de ladrones que creció con el cine y la radio, siguiendo el modelo de figuras mediáticas que alentaba la prensa amarilla.»Pareces una estrella de cine», le dice Clyde (Warren Beatty) a Bonnie (Faye Dunaway) al comienzo del film. Blanche Barrow, la mujer de Buck, el hermano mayor de Clyde, y miembro la banda de los Barrow, era una aficionada a la fotografía y quien tomó las asombrosas fotos de la pareja posando con armas o junto a los Ford V-8 que robaban, que hoy podrían ser furor en Instagram.
Como los Beatles de sus primeros años de Hamburgo, pero 30 años antes, los Clyde tenían su propia fotógrafa, su Astrid Kirchherr. Y como Patty Hearst junto al Ejército Simbionès de Liberación, supieron que nadie luce tan sexy y fotogénico como cuando porta una ametralladora. Bonnie además, escribía poemas. Todos ellos, junto al breve epistolario de la pareja, están editados en español en el libro Wanted Lovers. La ferocidad de la pareja contrasta con los comienzos de las misivas de ella, que suelen encabezarse con un «Hola precioso, sólo unas líneas esta noche: ¿Cómo le va a mi niño?». Él, a su vez, comienza con «Para mi hermosa y dulce esposa» para luego firmar «Tu marido que te quiere». En algunas de las poesías de Bonnie pueden percibirse las penas de la pobreza desde los arrabales de Missouri o Texas donde vivió. Podríamos imaginarla como una diva del blues (o una Tita Merello de armas tomar) al leer esas personales semblanzas como la de su poesía «La chica de la calle»:
Asi que ya lo ves ¿no es cierto querido?
Me casaría ahora mismo si pudiera
Y volvería contigo al campo
Pero sé que no serviría de nada
Porque no soy más que una pobre mujer marcada
Y no puedo enterrar mi pasado.
Bonnie and Clyde, la película, no en vano comienza con imágenes, también de esa época, pero fijas. Como las de Walker Evans o de Dorothea Lange que rubricaron la pobreza sureña y hillbillies (término que define a personas de zonas remotas y aisladas de la cultura dominante) de aquellos años. Los tonos sepia del estéril paisaje fueron recreados por Burnett Guffey (histórico director de fotografía de John Ford), con la misma intensidad que captó el rojo erótico rubí de los labios de Faye Dunaway cuando toma una Coca Cola de la botella. El cine americano, a partir de Bonnie and Clyde, volvería a la mezcla cromática de sentimientos de esa «pesada herencia» como un conscripto que, con una mezcla de masoquismo y nostalgia, recuerda los años pasados: una orfandad dura con drama y con melos, que se manifestaría en «Luna de papel», «Érase una vez en América» y «¿Acaso no matan a los caballos?», basada en la novela pulp de Horace McCoy, sobre los bailes en los que las parejas danzaban día y noche por comida y eventual premio.
El director Arthur Penn, como Martin Scorsese junto a Thelma Schoonmaker o Quentin Tarantino con Sally Menke, eligió a una mujer para el montaje. Dede Allen (que años después editaría el pulso de un asalto a un banco pero muy diferente en Tarde de Perros), captó afinadamente -como los films de Richard Lester para Los Beatles-, la fuga hacia adelante de la pandilla al son vibrante, indetenible, de una música folk de banjos y violines.
Paradoja o no, el código Hays, que reglamentaba qué se podía ver en pantalla, nació en el año ’34 junto a los verdaderos Bonnie y Clyde y murió en 1968, con los disparos asestados por la potencia arrolladora del film. Y si la escena del banquero cuyo ojo es baleado abrazó cinéfilamente el recordado plano de la mujer con lentes en Acorazado Potemkin en las escaleras de Odessa, la masacre final de los tortolos no tuvo precedentes. Una distante bandada de palomas pronostica la emboscada y el dolor, los protagonistas se sonríen por última vez. Y una ráfaga de 167 balazos en ralentí coreografía un ballet sin música de cuerpos hermosos que aún muertos se sacuden con el tiroteo. Como dijo Arthur Penn en una entrevista que puede verse en Youtube: «Yo quería demostrar que un asesinato no es un evento inmaculado, como solía mostrar el cine: hay una enorme cantidad de sangre, es algo brutal. Y nosotros estábamos en medio de la guerra de Vietnam…»
Tanto a Penn como a Beatty (jovencísimo productor del film) se les reprochó idealizar a dos vándalos sanguinarios, pero fueron alabados por una juventud de espíritu hippie y contracultural que vio en el film un grupo de jóvenes luchando contra el poder y el capital.
Si se cita bien a Bertold Brecht, coetáneo de la pareja fuera de la ley, se entiende que fundar un banco es peor que robar uno. Y lo cierto es que amonestar a sus realizadores por no haber vivido la época que retrataron suena tan razonable como reclamarle a Phillip K. Dick toda su obra por no haber viajado a Marte. Tanto John Ford como Lucio V. Mansilla, grandes narradores de América, coincidieron en señalar que «Cuando la leyenda se convierte en hecho, imprime la leyenda» (el primero) así como «La verdad es aquello que se logra hacer creer» (el segundo). Aquí, la excursión del film por nuestras pampas, según Homero Alsina Thevenet en su libro Censura y otras presiones sobre el cine, no fue alcanzada por los dos ojos de la tijera represora.
La de Bonnie y Clyde, fue una época de canciones que describieron vívidamente una época: «Hard times», «Gloomy Sunday» o «Brother can you spare a dime?» relatan una temporada de un infierno que hoy es visto con melancolía (aquí abajo presentamos una selección de temas). La película dio origen a otras canciones, como la de Serge Gainbourg y Brigitte Bardot, que asaltó las radios y se apoyaba en el poema original de Bonnie Parker que finaliza así:
Algún día se irán a pique juntos / Y juntos descansarán sus cuerpos para siempre / Habrá unos pocos afligidos / Para la ley será un alivio / Pero para Bonnie y Clyde será la muerte.
Con todas ellas o con ninguna, la vida de Parker y Borrow y su extraordinario film que hoy cumple medio siglo -mezcla de aventuras, humor, tragedia y road-movie- también podría entonarse con «Sing another song, boys», de Leonard Cohen:
Ellos nunca, yo digo que ellos nunca alcanzarán ni siquiera la luna,
al menos no aquella de la que nosotros andamos detrás.
Esa está flotando rota en el mar abierto, mirad, amigos míos
y no tiene supervivientes
pero dejemos a esos amantes preguntándose
porque no pueden tenerse el uno al otro
y cantemos otra canción, muchachos.
Esta ha crecido vieja y amarga.
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